sábado, 17 de noviembre de 2012

Otoño

No hay palabras para la muerte. Ante ella, el estupor es generalizado y somos incapaces de mostrar una reacción práctica en nuestra sociedad. La vida de los que quedamos se detiene, y la razón queda en suspenso.
Ante la muerte no valen palabras de ninguna clase: las que tratan de la propia muerte son como lameduras en la herida, y las demás quedan desdibujadas, se alejan y pierden el perfil que creíamos haberles dado. Pierden una gran parte de su sentido, si no todo.
Tal y como yo la percibo, la muerte es tan absoluta que casi cualquier pensamiento «pagano» en su presencia queda automáticamente ridiculizado, enanizado. Obviar la muerte en su presencia nos convierte en pequeños locos desquiciados, ajenos a la realidad que ella impone.
Al mismo tiempo, regodearse en exceso con ella es enfermizo, y el cuerpo nos pide pasar página cuanto antes y tirar para adelante. Casi siempre lo conseguimos. Olvidamos así por cierto lapso de tiempo el desgraciado suceso. Pero este lapso suele ser breve, cada vez más breve, pues pronto se presenta el siguiente de la lista y todo vuelve a repetirse. Y así una y otra vez.
La vida ofrece cosas maravillosas, hemos tenido la enorme suerte de vivir en un momento de la historia y en un lugar geográfico que permiten muchas alegrías, pero no puedo dejar de ver el cuadro general de nuestra existencia como una marcha lenta de infantería por un campo minado y con agujeros invisibles a nuestros ojos. Avanzamos ciegos como en el famoso cuadro de Brueghel.
Avanzamos codo con codo junto a nuestras personas queridas, en apretadas filas y siempre mirando hacia adelante. Y poco a poco, en un goteo incansable, se van abriendo huecos en estas nuestras filas: algunos caen en los agujeros invisibles, otros saltan por los aires al pisar una mina. Y siempre pensamos, como es obvio, que son otros los que caen. Casi nunca pensamos que para cada uno de nosotros también hay una mina o un agujero invisible, más próximo o —con suerte— más lejano. Y ahí acabará nuestro macabro recuento.
Frente a este recuento macabro, el común de los mortales emplea una táctica tan vieja como la vida misma: la propia reproducción, que nos proporciona una cierta aunque dudosa compensación al ver surgir la vida de nuestras propias entrañas. Sin embargo, no parece que esto sea consuelo eficaz llegada la hora de enfrentarnos al momento de nuestra desaparición.
Y es que todo apunta a que, lo que es cada uno de nosotros, se extinguirá en el momento en que expiremos. A menos que creamos en alguna forma de alma, espíritu, energía o entidad inmortal e incorpórea que se transmute, reencarne, viaje de algún modo y así permanezca. Pero esto es entrar en un terreno del que no puedo hablar, pues apenas sé nada.