domingo, 16 de diciembre de 2012

La función pública

Con los ánimos exasperados, los contenedores en llamas y las papeleras llenas de pancartas desechadas es difícil hacer juicios sosegados. No obstante, alcanzo a discernir un par de cosas:
  • Los trabajadores –y las trabajadoras– de la función pública son, por definición, personas conservadoras en el aspecto económico/laboral. Son personas que han decidido hipotecar ¡su completo futuro! a una baza pública. Extraña decisión que, no obstante, estoy obligado a respetar.
  • Las personas consideramos como nuestro lo que tenemos a nuestro alcance durante cierto período de tiempo, más bien corto. Si durante tres años nos ha regalado el jefe, por ejemplo, una botella de Oporto en Semana Santa, al cuarto año consideraremos inevitablemente que el vino de Semana Santa es nuestro derecho natural. Pero es fácil entender que no se trata de un derecho, sino de un regalo, señal de que tanto los resultados de la empresa como nuestro desempeño laboral han sido satisfactorios. Solo bajo estas circunstancias, que se olvidan de continuo, recibimos el regalo.
Ahora, por primera vez, parece que un gobierno se atreve a meter mano a este rígido sector de la sociedad como es la función pública, y sus trabajadores sienten, también por primera vez, que el suelo bajo sus pies, un suelo por el que hicieron una apuesta vitalicia, está temblando ligeramente. Y reaccionan con violencia, no con intención de entender lo que está pasando, sino con indigación a priori: «¿Cómo es posible que el suelo se mueva? ¡El suelo debe ser sólido, fijo, inmutable, para toda la vida!»

Pero el hecho de que el suelo se haya mantenido quieto durante años, siglos, no es garantía suficiente de que siga así ad infinitum. Esa estabilidad histórica, que para muchos tiene rango equivalente a las tablas de la ley de Moisés, puede muy bien no ser más que un espejismo anquilosado en las estructuras del Estado. Aunque se ha conseguido mantener durante años y hasta siglos, no deja de ser un espejismo. Pretender asegurar nuestro futuro con una serie de pruebas, firmas y trámites burocráticos me resulta tan peregrino como si los japoneses pretendieran asegurarse un futuro libre de terremotos firmando ciertos papeles y documentos legales, con firma del Emperador incluida.

«¡Nos están haciendo pagar la crisis a nosotros!», dicen airadamente.

Tremendo. Es este un juicio tan parcial, tan corto de miras, tan egoistón, que no puedo por menos vomitarlo. Como reniego del espíritu de funcionariado que insufla los corazones de tantas y tantos españolas/es. El espíritu de funcionariado va mucho más allá de la función pública propiamente dicha (es decir, de las personas que conquistaron su plaza a través de una prueba o serie de pruebas), pasa por las mil y una empresas y corporaciones públicas/semipúblicas y llega hasta las compañías más competitivas. Inunda el corazón y el alma de buena parte de esta sociedad.

No sé en qué supuestos puede nadie basar el tan manido derecho al trabajo en un país cuya economía real está enanizándose. Hay algo por encima de los papeles, de la burocracia y, por supuesto, de los párrafos de la Constitución: la economía real, la marcha real del país. Mostrar como garantía del futuro laboral el resultado obtenido en una prueba de acceso elevada a la categoría de tótem me parece ridículo. La vida, el presente y el futuro, se gana día a día, a base de trabajo, experiencia, ganas y actitudes positivas, no con una rancia pegatina pegada en la frente donde se lee «Yo aprobé unas oposiciones» ¡Y a mí qué me cuenta, oiga!

La pólvora del rey, a gastarla, que no cuesta nada, han pensado millones y millones de personas consciente e inconscientemente, durante siglos. Ahora muchos están empezando a entender que la pólvora del rey, como cualquier otra pólvora, tiene un coste y requiere un trabajo para ser producida. Y es justo ahora cuando la gente reacciona con estupor, cabreo, pólvora de verdad y otras cosas más desagradables.

Nada en contra de los trabajadores y las trabajadoras de la función pública, siempre que sean, por encima de todo, eso: trabajadores. Y, de paso, siempre que sean razonables en sus expectativas y juicios, flexibles en sus planteamientos y, a ser posible, con amplitud de miras en su forma de entender el mundo del trabajo y el país en que viven. Mucho pido, creo yo.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Los trabajos y los niños

I
Manejan a los niños y niñas incesantemente, los colocan sin escape posible entre sus manos. Y empiezan a amasar. Amasan y amasan día tras día, año tras año. Quieren que la masa salga bien, que la cocción sea perfecta y el pan obtenido no tenga mácula.
Su intención expresa es procurar el bien del infante, su intención inconsciente es dar a la luz una escultura rafaelista, perfecta, incólume, simetriquísima.
Cuanto más se preocupan por ellos, con más afán y dedicación amasan. Son muchas las informaciones pedagógicas recibidas y es mucha, enorme, la responsabilidad. Y actúan en consonancia. Con suma atención, con atención continua, con trabajo incesante. Día tras día; y las noches, igual. Es probablemente el trabajo más agotador después del que tuvieron que soportar los esclavos de Egipto que construyeron la pirámide de Keops.
Y es que la obra que esperan obtener no es menos importante, pues pretenden algo insuperado, nunca visto: el niño perfecto, el ser humano ideal, nacido de sus entrañas y criado a imagen de sus también perfectos pareceres.
Confieren pues a la crianza una importancia tal que no solo dejan de lado la logística doméstica: vocaciones, lazos humanos e íntimas inquietudes quedan aparcadas por tiempo indefinido. Cuando la tarea de amasar, cuidar y proteger la masa humana lo permite, dedican unos minutos, horas quizá, a alguna de esas tareas que solían ilusionar y ocupar sus vidas, pero se hace tan mal, tan atropelladamente, tan sin aliento, que el resultado es agotador y casi siempre insatisfactorio.
II
Con todos mis respetos por la burguesía, no puedo dejar de ver todos estos trabajos como un intento, casi a la desesperada, de alcanzar una seguridad, una «garantía de calidad humana» en sus vástagos, al más puro estilo del burguesito de sociedad opulenta. Algo muy parecido a los convencionales seguros de hogar o contra incendios, que nos tranquilizan ante posibles accidentes o eventuales desgracias. Si lo pensamos bien, se trata de lo mismo: tratar de alcanzar la infalibilidad sobre cosas que, por su propia naturaleza, son inseguras, inciertas y, por supuesto, falibles.
Cualquier persona, por su propia naturaleza, está sujeta de continuo a innumerables riesgos, desde que nace hasta que por fin se cumplen los peores augurios, por lo normal mucho después. Entre ambos eventos entiendo que debe discurrir la libertad de equivocarse para aprender, de adquirir adicciones para aprender a desintoxicarse, de confeccionarse alas para terminar quemándolas, de sucesos tanto felices como traumáticos, tanto beneficiosos para el cutis como capaces de dejar profundas e imborrables cicatrices...

Eso es la vida. Pretender asegurar desde el útero el aspecto, la inteligencia, los saberes y hasta ¡la propia vida! de las personas no solo me parece ridículo: lo veo profundamente pernicioso, muy ligado a un tipo de raza humana que ni siquiera Orwell alcanzó a imaginar. Una raza de personas ajenas al dolor y a los sinsabores, únicamente acostumbradas a mullidos sustratos y a plácidos entornos. Una raza imposible, porque el mundo, lo queramos o no, no es así. No solo no es así, sino que lleva camino de alejarse de esa utopía ñoña del tantas veces cacareado «Estado del Bienestar». En nuestras manos está el criar seres con todas las papeletas para mostrar actitudes neuróticas, o personas con un mínimo de madurez para enfrentarse al duro panorama que se avecina. 
Pero además, el coste de ese intento de alcanzar la perfección es enorme. La apuesta que se hace consiste en poner entre paréntesis un montón cosas importantes para dos personas (a veces incluso más) a cuenta del futuro de otra persona, exactamente del mismo género/especie/raza que sus vástagos. ¿Tiene esto sentido? Un ejemplo concreto: siete adultos en una reunión y un pequeño humano de pocos meses en su hogar sobre ruedas, haciendo pucheros, ruidos diversos, pedorretas, etc., en fin, lo normal. Y bien, el resto de humanos, adultos, ¿qué hacen? ¿Conversan sobre Cristiano Ronaldo o sobre Bartok? ¿Hablan de fotografía, de sus cuentas de Facebook o del imperativo kantiano? ¿Beben un café, infusión o copazo relajadamente o discutiendo animadamente? Nada de eso. Ni lo uno, ni lo otro ni lo de más allá. Nada de eso. Los siete adultos están pendientes de los ires y venires (limitados por motivos anatómicos) del pequeño ser, sin perder detalle de nada, de sus risas, de sus babas, de sus aleteos con las manos, de sus gases... Surrealista espectáculo, sin duda.

 III
En esto de la crianza, como en tantas otras cosas, pienso que mostramos con frecuencia una muy humana ingenuidad. Y es que, a mi entender, la cosa no funciona así.
Porque la masa no es una masa inerte. Pocos se atreven a amasar lo justo, a ojear apenas la receta, a meterla en el horno sin prestar demasiada atención a los números y los tiempos. Si lo hicieran, comprobarían algo que les dejaría perplejos: la masa también se cocina sin todos esos cuidados obsesivos. El bizcochito saldría del horno igual; seguramente no sería un bizcocho perfecto, pero también olería rico y a buen seguro sería comestible. Un bizcocho tan respetable como el que más. ¿O no es así?
Claro, en realidad no se trata de una masa, sino de una persona humana; léase: libre e inteligente por naturaleza, a pesar de todos nuestros afanes. Libre, inteligente e individual; única, intransferible, insobornablemente ella misma, sin adornos, sin tonterías ideológicas, sin estupideces. Ella, mostrando su belleza a los cuatro vientos a quien la quiera ver. La pena es que ni ella misma ni los que la rodean llegarán a reconocerla casi nunca en su unicidad maravillosa; muy pocos o, con mala suerte, nadie, llegará a entender su casi siempre oculta genialidad; nadie o muy, muy pocos, alcanzarán a comprender su chispa de divinidad. Pero este es otro asunto.
Lo esencial, lo inaudito e inefable es la consumación del milagro. Una vez que la llama ha prendido, con suerte, no se apagará en mucho, muchísimo tiempo. El resto son saberes librescos, buenas intenciones idealistas y poco más. Son pedanterías a las que nos empeñamos en dar una categoría que no tienen. Son acciones que se hacen «a agua pasada», cuando ya poco tienen que decir.
La vida lleva siempre otros rumbos. Más inseguros sin duda ninguna que los libros y las ideas; más emocionantes también. Más vivos, que es lo que importa.
Déjense ustedes de papeles y de pancartas. El latido es lo que importa.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Otoño

No hay palabras para la muerte. Ante ella, el estupor es generalizado y somos incapaces de mostrar una reacción práctica en nuestra sociedad. La vida de los que quedamos se detiene, y la razón queda en suspenso.
Ante la muerte no valen palabras de ninguna clase: las que tratan de la propia muerte son como lameduras en la herida, y las demás quedan desdibujadas, se alejan y pierden el perfil que creíamos haberles dado. Pierden una gran parte de su sentido, si no todo.
Tal y como yo la percibo, la muerte es tan absoluta que casi cualquier pensamiento «pagano» en su presencia queda automáticamente ridiculizado, enanizado. Obviar la muerte en su presencia nos convierte en pequeños locos desquiciados, ajenos a la realidad que ella impone.
Al mismo tiempo, regodearse en exceso con ella es enfermizo, y el cuerpo nos pide pasar página cuanto antes y tirar para adelante. Casi siempre lo conseguimos. Olvidamos así por cierto lapso de tiempo el desgraciado suceso. Pero este lapso suele ser breve, cada vez más breve, pues pronto se presenta el siguiente de la lista y todo vuelve a repetirse. Y así una y otra vez.
La vida ofrece cosas maravillosas, hemos tenido la enorme suerte de vivir en un momento de la historia y en un lugar geográfico que permiten muchas alegrías, pero no puedo dejar de ver el cuadro general de nuestra existencia como una marcha lenta de infantería por un campo minado y con agujeros invisibles a nuestros ojos. Avanzamos ciegos como en el famoso cuadro de Brueghel.
Avanzamos codo con codo junto a nuestras personas queridas, en apretadas filas y siempre mirando hacia adelante. Y poco a poco, en un goteo incansable, se van abriendo huecos en estas nuestras filas: algunos caen en los agujeros invisibles, otros saltan por los aires al pisar una mina. Y siempre pensamos, como es obvio, que son otros los que caen. Casi nunca pensamos que para cada uno de nosotros también hay una mina o un agujero invisible, más próximo o —con suerte— más lejano. Y ahí acabará nuestro macabro recuento.
Frente a este recuento macabro, el común de los mortales emplea una táctica tan vieja como la vida misma: la propia reproducción, que nos proporciona una cierta aunque dudosa compensación al ver surgir la vida de nuestras propias entrañas. Sin embargo, no parece que esto sea consuelo eficaz llegada la hora de enfrentarnos al momento de nuestra desaparición.
Y es que todo apunta a que, lo que es cada uno de nosotros, se extinguirá en el momento en que expiremos. A menos que creamos en alguna forma de alma, espíritu, energía o entidad inmortal e incorpórea que se transmute, reencarne, viaje de algún modo y así permanezca. Pero esto es entrar en un terreno del que no puedo hablar, pues apenas sé nada.