- Los trabajadores –y las trabajadoras– de la función pública son, por definición, personas conservadoras en el aspecto económico/laboral. Son personas que han decidido hipotecar ¡su completo futuro! a una baza pública. Extraña decisión que, no obstante, estoy obligado a respetar.
- Las personas consideramos como nuestro lo que tenemos a nuestro alcance durante cierto período de tiempo, más bien corto. Si durante tres años nos ha regalado el jefe, por ejemplo, una botella de Oporto en Semana Santa, al cuarto año consideraremos inevitablemente que el vino de Semana Santa es nuestro derecho natural. Pero es fácil entender que no se trata de un derecho, sino de un regalo, señal de que tanto los resultados de la empresa como nuestro desempeño laboral han sido satisfactorios. Solo bajo estas circunstancias, que se olvidan de continuo, recibimos el regalo.
Pero el hecho de que el suelo se haya mantenido quieto durante años, siglos, no es garantía suficiente de que siga así ad infinitum. Esa estabilidad histórica, que para muchos tiene rango equivalente a las tablas de la ley de Moisés, puede muy bien no ser más que un espejismo anquilosado en las estructuras del Estado. Aunque se ha conseguido mantener durante años y hasta siglos, no deja de ser un espejismo. Pretender asegurar nuestro futuro con una serie de pruebas, firmas y trámites burocráticos me resulta tan peregrino como si los japoneses pretendieran asegurarse un futuro libre de terremotos firmando ciertos papeles y documentos legales, con firma del Emperador incluida.
«¡Nos están haciendo pagar la crisis a nosotros!», dicen airadamente.
Tremendo. Es este un juicio tan parcial, tan corto de miras, tan egoistón, que no puedo por menos vomitarlo. Como reniego del espíritu de funcionariado que insufla los corazones de tantas y tantos españolas/es. El espíritu de funcionariado va mucho más allá de la función pública propiamente dicha (es decir, de las personas que conquistaron su plaza a través de una prueba o serie de pruebas), pasa por las mil y una empresas y corporaciones públicas/semipúblicas y llega hasta las compañías más competitivas. Inunda el corazón y el alma de buena parte de esta sociedad.
No sé en qué supuestos puede nadie basar el tan manido derecho al trabajo en un país cuya economía real está enanizándose. Hay algo por encima de los papeles, de la burocracia y, por supuesto, de los párrafos de la Constitución: la economía real, la marcha real del país. Mostrar como garantía del futuro laboral el resultado obtenido en una prueba de acceso elevada a la categoría de tótem me parece ridículo. La vida, el presente y el futuro, se gana día a día, a base de trabajo, experiencia, ganas y actitudes positivas, no con una rancia pegatina pegada en la frente donde se lee «Yo aprobé unas oposiciones» ¡Y a mí qué me cuenta, oiga!
La pólvora del rey, a gastarla, que no cuesta nada, han pensado millones y millones de personas consciente e inconscientemente, durante siglos. Ahora muchos están empezando a entender que la pólvora del rey, como cualquier otra pólvora, tiene un coste y requiere un trabajo para ser producida. Y es justo ahora cuando la gente reacciona con estupor, cabreo, pólvora de verdad y otras cosas más desagradables.
Nada en contra de los trabajadores y las trabajadoras de la función pública, siempre que sean, por encima de todo, eso: trabajadores. Y, de paso, siempre que sean razonables en sus expectativas y juicios, flexibles en sus planteamientos y, a ser posible, con amplitud de miras en su forma de entender el mundo del trabajo y el país en que viven. Mucho pido, creo yo.